Confesar aquello de lo cual estamos orgullosos, es fácil; aun cuando no sea lo mejor visto socialmente. Pero contar lo que a uno le da vergüenza, lo que nunca recomendaríamos a nadie hacer, ya resulta un poco más complejo. Y esto es lo que pretendo en esta crónica, a propósito de la celebración en La Habana de la 19 Feria Internacional del Libro.
Lo diré rápido, para que duela menos. Desde muy joven y hasta hace menos tiempo del que hubiera deseado, hurté con alguna frecuencia libros en ferias y librerías. Sé que está mal, pero lo hice, y en su momento me lo expliqué, razoné y justifiqué con un razonamiento ético tal vez cuestionable: me parecía injusto, casi inmoral, que el dinero —o más bien su carencia o escasez— me separara de los conocimientos, la cultura y el placer que para mí significaron desde niño los libros.
Debo explicar aquí algunos detalles familiares. Mi padre y mi madre fueron y son aún trabajadores honrados, humildes, y siempre he vivido orgulloso de ello. No soy hijo de ningún papá con apellido ilustre, de esos que la gente reconoce y con frecuencia quiere atribuirte con frases como “tú eres fulano, el hijo del intelectual tal o del dirigente mas cual”. No, yo soy uno entre los tantos Rodríguez y Cruz que existen en Cuba y en todo el mundo hispano. A pesar de ser el más pequeño de tres hermanos, fui el primer profesional de mi familia, incluyendo no solo al ámbito más cercano, sino incluso a la mayoría de mis primos, dentro y fuera de la Isla.
En ese hogar proletario, modesto, estrecho en espacio y recursos, mis padres y la sociedad cubana propiciaron que creciera alguien amante de la literatura y la palabra.
Recuerdo siempre con particular gratitud, por ejemplo, que me gustaba salir solo con mi papá, quien fue la mayor parte de su vida mecánico de televisión —un oficio que por los años 80 del siglo pasado reportaba ingresos satisfactorios en Cuba, gracias a los arreglos que hacía a domicilio—, porque siempre lograba arrastrarlo a alguna librería, y allí hacía que me comprara los más variados títulos, muchos incluso por encima de los requerimientos intelectuales de mi edad, para escándalo posterior de mi madre, siempre más comedida en los gastos.
En la casa de mi infancia había solo un pequeño librero en el cuarto de trabajo de mi padre, con novelas policíacas, algunos tomos técnicos, textos de geografía e historia, nada particularmente selectivo. Aunque mi hermano mayor —tal vez el más talentoso de nosotros, pero quien por distintos azares y decisiones nunca ha concluido los estudios preuniversitarios— fue también en un determinado momento de su vida un lector voraz, no puedo decir que ejerciera gran influencia sobre esta temprana vocación mía, ni sobre mi posterior inclinación a una lectura más sistematizada.
Fue en ese contexto donde empecé a depender de la literatura, desde fecha tan temprana quizás como tercero o cuarto grado, cuando me veo ya con nitidez enfrascado en los clásicos del género de aventuras durante las sesiones vespertinas de la escuela, aquellas largas tardes para los niños cuyos padres trabajaban y teníamos que estar seminternados.
Pero mi particular cleptomanía no comenzaría hasta mucho después, allá por los finales de la secundaria o durante el preuniversitario tal vez. Debo decir en mi favor que ya desde aquella época gastaba en libros gran parte de mi mesada para los fines de semana fuera de la beca. No olvidaré nunca, por ejemplo, el día histórico en que con mis ahorros del dinero que me daban mis padres, compré las Obras Completas de José Martí en la librería de segunda mano La Avellaneda, en la céntrica avenida de Reina, y cargué con los 28 tomos, amarrados en dos pilas, hasta mi casa de aquellos años, en el reparto Antonio Guiteras, al este de la capital.
No voy a narrar acá cómo lo hacía, ni de cuántos trucos y artilugios me valí para echar mano a valiosas obras de la literatura universal y cubana, porque alguien podría pensar que estoy estimulando aptitudes que no me interesan difundir, todo lo contrario. Solo puedo añadir que llegué a poseer una gran destreza en esta fea práctica, hasta el punto de poder hacerme de títulos voluminosos o de gran formato, como por ejemplo, el Atlas histórico biográfico de José Martí, una de mis más tempranas y significativas adquisiciones por esta vía tan poco honorable.
Como otra atenuante para quienes me juzguen, debo agregar que siempre compré muchos más volúmenes que los que sustraje. Incluso, cuando las ferias del libro eran en PABEXPO, un recinto ferial al oeste de la Ciudad, llevaba la cuenta para que el valor de los ejemplares que adquiría fuera similar al de los que me llevaba sin pagar.
En particular, las ferias para mí eran una especie de “consuelo” espiritual, en medio de mis disfrazados pero nunca extinguidos sentimientos de culpabilidad, porque al menos sabía que los libros hurtados a los expositores extranjeros no iban contra la contabilidad de ninguna institución cubana. Me habría gustado decir que solo escamoteé tomos de los anaqueles de las grandes editoriales internacionales o de otros países visitantes a estas citas, pero no es cierto.
Acá entraron a actuar otros factores que afianzaron este pésimo hábito, como es la venta de libros en dólares primero, y luego en pesos convertibles, lo cual siempre ha sido como un insulto personal, porque sigo sin asimilar que esa también sea “mi” moneda, cuando el salario llega solamente en el modesto peso cubano. Es algo que comprendo —económicamente hablando—, pero no puedo de ningún modo soportar. Soy capaz de tolerar casi cualquier carencia material, pero me ofende en lo más profundo ver una librería en divisas, no puedo evitarlo, aunque entiendo que es una reacción inmadura y hasta cerca de lo irracional.
Con el transcurso de los años, sin embargo, todos estos sentimientos confusos y prisas injustificadas cedieron lugar a una posición más serena. Comprendí que nunca alcanzaría a leer todos los libros que querría, y mucho menos podría aspirar a tenerlos al alcance de mi mano. También ayudaron las permutas, porque cada vez que he tenido que cambiar de morada, son más y más las cajas necesarias para el traslado de mis fondos bibliográficos.
Pero de aquel egoísmo lujurioso por la literatura me curó definitivamente la tecnología, el día bastante reciente en que pude trasladar en una memoria flash, dentro del bolsillo de mi pantalón, una biblioteca quizás más nutrida y valiosa que la que he podido reunir a lo largo de toda la vida, lo cual me hizo sentir a la vez una sana envidia y una enorme tranquilidad, porque ya sé que mi hijo y los jóvenes de hoy no tendrían que hacer lo que yo, para conquistar —si lo desean y ponen empeño— toda la cultura y los sueños que se propongan construir.
De cualquier modo, comprenderé si a partir de ahora alguien desconfía de mí cuando me vea rondar por una librería, o sencillamente, me descubra recorriendo —como hice por estos días no sin cierta mezcla de bochorno y nostalgia— los amurallados pabellones de la Fortaleza de La Cabaña. Aspiro además al perdón de los amigos y familiares que me quieren, por decepcionarles así, al admitir esta antigua flaqueza tan grosera. Mi propósito es mostrar que no soy para nada impoluto. Estoy dispuesto, en definitiva, a asumir el error y las consecuencias que pueda tener mi conducta pasada.
Y este es, en fin, el oscuro origen de parte de mi biblioteca, el más preciado bien material que atesoro, con alrededor de mil volúmenes o un poco más. Si el 15 ó 20 por ciento de ella fue mal habido, pido disculpas a las personas o instituciones que les haya causado agravio o perjuicio. Solo puedo dar fe de que siempre he tratado de utilizar los conocimientos, el aliento, los valores y la espiritualidad que bebí en esas páginas, en la defensa de las causas que he considerado más justas, en correspondencia con mi corto entendimiento, y así lo seguiré haciendo mientras viva. Como compensación, anuncio desde ya que a mi muerte me gustaría que mis libros fueran a una biblioteca pública, de una institución escolar o a una prisión, para devolverle al Estado todo y más de lo que tomé de forma poco honesta, pero paradójicamente pura.
Oye Paquito, a decir verdad, gran parte de la Biblioteca que tengo en casa, es una adquisición familiar, pero mucho más, libros que compré con esa mesada que nos daban nuestros padres y que en mi época-y soy de 57, así que te llevo una raya- sobraba para ir a merendar a Tropicana o a Kasalta, al cine a ver 30 veces Palomo Linares o El tulipán Negro y además comprar libros, muchos y buenos. He tenido que deshacerme de algunos, más porque se fueron apagando por al mal papel u obligada por falta de espacio, pero siempre les he dado un destino útil. Así que me duele igual que el acceso a lo mejor de la Literatura sea tan difícil hoy. Yo también hurté libros, aunque no con esa persistencia tuya, de Bibliotecas Públicas, de otras en organismos, pedí prestado y no devolví. Conozco a un nombrado dramaturgo y escritor cubano, entonces amigo y compañero de estudios en el Pre de Marianao a quien mangaron en un robo si mal no recuerdo de La Vida es Sueño, lo llevaron preso y lo soltaron, pq se manrtuvo en sus trece de que según Martí: robar libros no era robar.No sé si Martí lo dijo así, pero ese fue su escudo y le salió bien. Yo solía visitar una Biblioteca en Marianao, con unas ventanitas pequeñas, tiraba los libros por ellas y después los recogía o me ayudaban las y los socios. Y me siento feliz por eso, pues tenía mucha avidez de lectura y me pasaba las noches pegada a mis textos. Pero tú quieres saber el odio mío? Que no me devuelvan el libro que presté. Tengo una amiga que hace más de 10 años me pidió uno de la Yourcenar y se quedó con él y te juro, que antes de morirme, se lo voy a quitar. Me encantó que sacaras a la tarimita púdica y pública esa historia impúdica. Me he divertido mucho incluso, contándote mi aberración literaria, jaja.
La frase de Martí, según todas mis averigüaciones, es apócrifa. Habría sido magnífico que lo hubiera dicho, pero no he logrado jamás hallarla ni que lo confirme ningún estudioso de su obra. ¡Es una pena! Si el Maestro lo hubiera dicho así… No, en bibliotecas jamás sustraje libros, me pareció siempre impropio, porque eran de uso colectivo. Y en cuanto a los préstamos, qué contarte. Dicen que bobo es quien presta un libro, y más bobo es quien lo devuelve. He estado en ambos bandos también, y solía ser muy rencoroso con los deudores, pero con los años a veces ya también me he aflojado, y pienso que tal vez esa persona lo necesite más que yo, sobre todo cuando son jóvenes (más que yo, digo, jajaja).
Conozco a uno que se llevaba un libro de la biblioteca del pre y cuando dijo la frase de Martí, le sacaron las obras completas, de esas mismas que habla Paquito de 28 tomos y le dijeron: Cuando la encuentres te dejamos ir.
jajaj Hola Paquito. Yo tambien me robe muchos libros jeje Quisas guiado por la frase martiana de que aquel que roba un libro no es ladron. Pero se podria catalogar tambien como robo a todo aquel que se queda con el libro que se le presta, pues hay un refran que dice que es un tonto el que presta un libro pero mas tonto es el que lo devuelve jjeje
Gracias por tu confesion y no por ello voy a desconfiar de ti, !Total..de ladron de libro a ladron de libro..!NO VA NA! jejej
Otra cosa que si robe mucho..!FUERON LAS FLORES! Para regalarsela a los amores claro jejej
Yo confieso: que no tengo biblioteca.
Compré muchos libros. Me quedé con algunos que eran prestados. Robé solo un par.
Llegué a tener la primera edición de las Obras Completas de Martí, en hojas bíblicas, por Gonzalo de Quesada. La compré en 60 pesos, (medio dólar) cuando la gran inflación, entre el 92-94, en los vendedores que entonces poblaban la calle San Lázaro.
Llegué a tener una compilación de las revistas Bohemia de 1959. La Edición de la Libertad, se autollamaba. Adquirida en el mismo sitio.
Me prestaron y nunca devolví Oasis de JAB y Fe de Vida de LML.
No digas que fue un sueño, hoy falta de la Biblioteca Nacional José Martí porque yo me lo quedé.
Todos los fui regalando poco a poco.
Algo que en mi juventud me asombró bastante. Yo leía todo lo que me caía cerca y un tío me aconsejó que escojiera más mis lecturas y para ello me hizo sacar la cuenta de aproximadamente cuantos libros yo me pudiera leer en mi vida. Es interesante, no son muchos. No llegan ni a un anaquel de la Biblioteca del Congreso. En nuestra vida solo nos podemos leer una pequeña parte de lo que se ha escrito, incluso de lo que vale la pena leerse.
Hola paquito , como siempre tan polemico ,nunca me he sentido tentada a robar un libro quizas porque no soy tan lectora como deberia para adquirir cultura ,aunque te confieso que mi genero favorito son las biografias ;ahora mismo estoy loca por leer la de Gloria Trevi ( ella es muy amiga de los gay ) para mi no hay nada mejor que pasar los veranos con un libro asi en la playa .me han prestado muy pocos y siempre los he devuelto.y los que me han regalado los arrastro conmigo porque todos significan en mi vida mucho mas que lo que llevan dentro ,por eso no los prestaria ni loca(los sentimientos no se prestan)cuidate macho que como tu hay pocos .
Acéptalo, Paquito: eres cleptómano! jaja lo de que es por una justa causa (que lo es, sin duda alguna) es una justificación. Pero no te apenes, pues nadie es «impoluto»… te puedo hacer una lista de otras cosas de las que pudiera avergonzarme! 🙂